Texto y Fotos: Yariel Valdés González
-¡Están tirando bombas
lagrimosas eh!, alerta un niño de unos siete años mientras otro añade el efecto
sonoro con un gesto de explosión: ¡Puffffff!
-¡La alerta roja, la
alerta roja! Grita en desesperación un compañero y simula el sonido de un arma
de fuego: ¡rrrrrrr!
A este grupo de infantes se le escucha jugar con un símbolo de Estados Unidos. Para ellos, la Estatua de la Libertad es una estatuilla semejante a una virgen que han colocado sobre un cuadrado amarillo. Queda por encima de una fila de diminutos carros y muñecos sin vida .
Mientras juegan, estos
niños de la caravana migrante varados en Tijuana, reproducen lo vivido el
pasado domingo cuando la desesperación se apoderó de centenares de centroamericanos,
quienes intentaron cruzar por la fuerza la frontera y adentrarse en territorio
estadounidense. Quizás muchos de ellos hayan sufrido los efectos del gas o
hayan tenido que correr, despavoridos, ante los disparos de la patrulla
fronteriza norteamericana.
Lo cierto es que mientras
esperan por el desenlace de esta crisis, viven una infancia rota, descolorida,
sin muchas comodidades. Sentados en círculo sobre el suelo, a la intemperie y a
solo unos metros “del otro lado”, están en la unidad deportiva Benito Juárez, una
instalación devenida en un albergue sobresaturado y con condiciones
incompatibles con una óptima higiene o una abundante alimentación.
Pero a ellos no parece preocuparles el hacinamiento, los baños malolientes o las filas interminables para la comida. Su ingenuidad es un velo que los cubre de la constante incertidumbre y preocupación que experimenta el resto. Quizás son ellos las más inocentes víctimas de la migración, una realidad que los ha hecho caminar por más de dos meses y los ha situado en medio de un nuevo conflicto, cuando solo intentaban huir de otros.
Para ellos es como estar en una piyamada gigante, donde te diviertes con los amigos y pasas la noche en una tienda de campaña leyendo cuentos de terror o haciendo maldades al primero que concilie el sueño. Solo que esta piyamada ya dura más de dos semanas y cada día llegan nuevos compañeros hasta que ya no caben y tienen que armar sus “casas” afuera.
Las autoridades de la
ciudad han informado que en el improvisado albergue conviven ya más de 6000 refugiados,
de los cuales más de la mitad son hombres, poco más de mil, mujeres (alrededor
de 10 embarazadas) y otros mil menores de edad, entre los que se incluyen
bebés, en un espacio que originalmente se concibió para 3 mil 500 migrantes. El
alcalde de Tijuana ya anunció la creación de un segundo albergue para acoger a los que por falta de espacio están durmiendo en las calles
circundantes al complejo deportivo.
Estadio adentro los niños
corretean libres por un suelo polvoriento, montan desgastados velocípedos, se
tiran una y otra vez por una canal y sonríen con una ternura contagiosa a los
fotógrafos. Compartir sus sonrisas con los nuevos amigos, probablemente sea lo
único bueno que les haya traído esos largos días de caminata tras un mismo sueño.
Emilda Díaz, emigrante guatemalteca, se
unió a la caravana con cinco de sus seis hijos. No le pierde la vista a la más
pequeña, de un año de edad.
La mayoría de los infantes duermen en
casas de campañas, insuficientes para detener las lluvias y las bajas
temperaturas en las madrugadas.
Según Jorge Vidal, al frente del programa Save the Children en México , un 25% de esta caravana son menores de edad, de los cuales, la mayoría viaja sin la compañía de algún familiar.
El activista Vidal ha afirmado que los
menores no están preparados para hacer frente al viaje en la Caravana Migrante
que implica largas jornadas de caminata, deshidratación y enfrentar altas
temperaturas.
Dentro de la unidad deportiva Benito
Juárez, los más pequeños pasan el tiempo jugando en algunas instalaciones
concebidas para ellos.
Por las estrechas vías de tierra que quedan entre tantas casas de campaña, este niño maneja un velocípedo a toda velocidad.
Las condiciones precarias del albergue han
propiciado que aparezcan múltiples casos de afecciones respiratorias, piojos y
varicela.
Pese a la tensa situación en la que se encuentran, los niños encuentran motivos para sonreír.
Algunas organizaciones y la sociedad civil
se han sumado con donaciones de ropa para estos niños, desplazados por la
pobreza y la violencia que sufren en sus países de origen.
Una madre sostiene a su hijo a las afueras del albergue Benito Juárez en una larga fila para recibir la alimentación.
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